Sobre
lo femenino y lo innombrable
por Pablo Boyé
Lo femenino se entrelaza con lo innombrable cuando es encarnado a través de la
mirada de un otro-extraño. Ese otro, al intentar acercarse, se aleja; al
procurar capturarlo, termina perdiéndolo. No puede descifrarlo porque no lo
conoce, sólo lo percibe, como al movimiento invisible de las almas, a través de
los sentimientos.
Toda obra es un retazo de la biografía de su autor. Inevitablemente, hay un
momento, un lugar, una experiencia que escapa a la conciencia del artista para
dejar su huella, muchas veces, apenas perceptible.
La huella autobiográfica se disfraza, se oculta. Se cuela a través de la mano
que simula operar mecánicamente: circunstancial herramienta.
Pero esa huella esta ahí, al final del trabajo concluido, para expandir el
sentido.
Hay una idea en Rilke: para escribir un verso verdadero, es necesario haber
tenido experiencias profundas, intensas; y no basta con conservar únicamente
recuerdos de ellas, sino que es fundamental saber olvidarlas por completo para
que se hagan carne en el propio cuerpo. Sólo así, advierte, es posible un verso
verdadero.
Sólo así, ¿por qué no?, es posible el arte verdadero.
Buscar el origen de una obra es sumergirse en las zonas oscuras de la
sensibilidad de un artista. Zonas veladas, pero también siniestras: al abrir la
puerta y comenzar el descenso, quizá lo único que se encuentre sea un inmenso
vacío, pues aquello que guardan no debe ser visto. Aún así, el perseverante tal
vez se contente con atisbar los rasgos de aquellas cosas alguna vez tan
vívidas, tan conocidas, y que sin embargo ahora resultan ajenas. Cosas que, en
el caos de ese submundo, han perdido su forma y su rostro; y, lo que es peor
aún, han perdido su nombre.
El arte se revela, entonces, como una forma de nombrar lo innombrable.
Cada obra tiene su tiempo: un fluir inevitable. Amor y dolor son dos fuerzas
movilizadoras que conviven dentro del hombre, oponiéndose y atrayéndose de
manera constante, hasta terminar siendo la misma cosa. De la mano creadora, que
sólo actúa pero no se detiene a cuestionarse, manan como un llanto o una risa.
Porque resistirse sería abandonarse, consumirse lentamente.
Y es en el final cuando hay algo que se declara, señalándose victorioso, y que
sin embargo no es más que una masa de palabras vanas: al ser pronunciadas, se
clausuran a sí mismas.
Quizá, para algunos sea necesario comenzar a abrir preguntas, aventurar
posibles respuestas, innundarse de esas palabras y ocupar con ellas la sala y
el silencio; pero será precisamente en ese momento cuando el artista, de pie
frente a la interrogación sobre el sentido, pida a gritos con las palabras de
Fellini: “no me digan qué estoy haciendo; no quiero saberlo”.
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