miércoles, 10 de octubre de 2012

DEL ABORTO


En la antigua Roma aborto y anticoncepción eran prácticas usua­les. Carecía de importancia el momento biológico en que la madre se desembarazaba del hijo que no deseaba tener. Los romanos nunca pensa­ron en recono­cer el derecho a vivir del feto. Está demostrado que en todas las clases sociales se recurría a métodos anticon­ceptivos.               
San Agustín habla de “las uniones en que se evita la concepción” como de algo normal, incluso entre esposos legítimos. Es más, distin­gue entre anti­concep­ción, esterilización por medio de drogas y aborto y, obvia­mente, condena a los tres por igual.
Plauto, Cicerón y Ovidio hacen alusión a la costumbre pagana del lavado tras el acto. Un bajorrelieve descubierto en Lyon muestra al portador de una palangana que se acerca a una pareja muy ocupada en el lecho; la costumbre, interpretan algunos historiadores, podría ser anticonceptiva.
Tertuliano, polemis­ta cristiano, considera que el esperma es ya un ser vivo, una vez emiti­do. En su Velo de las vírgenes, hace alusión a las falsas vírge­nes cuya preñez equivale a un parto: paradójicamen­te, lanzan al mundo hijos exactamente iguales a su padre, y al hacerlo así, los matan; alusión a un diafragma o pesario.                             
San Jerónimo, en la carta XXII, habla de aquellas muchachas “que experimentan de antemanos su esteri­li­dad y matan al ser humano antes incluso de engendrarlo”: alusión a una droga espermaticida.
Todos estos procedimientos corren por cuenta de la mujer; no hay alusiones al coitus interruptus.
Este breve panorama de la antigüedad tardía nos permite mostrar que las prácticas anticonceptivas y el aborto eran conocidas y habi­tuales. También que eran condenadas, por lo menos de parte de los moralistas y los cris­tianos.                                                      
Ahora bien mi propósito es realizar una lectura psicoanalítica de cierto momento histórico, la Edad Media, apoyándome en textos (y esta es mi hipótesis) que fueron, fundadores y regula­dores de las prácticas sexuales, y de la intimidad de los sujetos sujetados a la institución del Poder político y religioso.
Poder de la teocracia en la Edad Media, sustentado por el Derecho Romano, el Derecho Canónico y la Gran Glosa, tríptico que conforman la Escolástica y a los cuales hay que recurrir cuando se la quiere estudiar.
 Mi intención es mostrar cómo y qué regula esta institución, y también cómo logra, al decir del emperador Justiniano, en De summa Tinitate(Soberana Trini­dad), mante­ner la creencia en los subditos. Si me remonto a la Edad Media es porque considero que en ella se funda una subjetividad, un orden psíquico individual enlazado a un orden cultural que llega a nosotros, como buenos occidentales, a través del Derecho que también, como buen occidental, abrevó en las fuentes del Derecho Romano.
Desde el Renaci­miento los casuistas modernos han recordado, al inaugurar sus trata­dos, que la conciencia moral es una manera de designar la Regla para un uso particular; es la reproducción del Gran Modelo, un dictado de la razón, ni más ni menos la regla interior, según la clara definición del jesuita Busembaum (autor del siglo XVII, Medulla Theologiae Moralis).                   No es de la conciencia religiosa de lo que me voy a ocupar sino del lugar lógico donde se instaura, se desarrolla, se diversifica el discurso canónico ofrecido y ya confeccionado a todos los justicia­bles de esta sociedad ante todo cristiana, luego burguesa, y luego capita­lista y postmoderna. En síntesis de cómo este discurso sigue siendo efectivo hasta en sus versio­nes laicizadas.

LO LICITO Y LO ILICITO

La institución regula y mide el miedo. La sexología canónica, preciosa para todas las sociedades nacionales del Occidente llamado cristiano, ha tomado la forma de una Regla de las reglas y se propone como vigilante en el vasto dispositivo institucional. Una de la obser­vaciones más importante que se puede hacer es la de revelar la cons­tancia del tema sexual para subrayar con ostentación, en el seno del sistema canónico, lo irrecusable de la Ley, su fundamneto de Escritu­ra, y la excelencia de sus principios en el gobierno de los humanos.   
El discurso canónico está sin fisuras, sacando provecho de las nocio­nes lógicas de Aristóteles, de los retóricos latinos y de San Agustin, convertidos en autoridades. Se dirige a todos sus subditos sin excep­ción, es decir a toda la humanidad y ante todo a la occiden­tal. Comprender en qué y por qué razones precisas ese discurso se impone como Palabra solemne y que hace temblar, remite por consiguien­te, al corte fundamental de una teoría que sabe decirnos lo que hace obedecer al hombre. La clave la entrega la teología del pecado origi­nal, sin la cual no puede ser entrevisto el estrecho pasaje donde se unen La Esco­lástica y la antropología.
Según se dice, antes del pecado, Adán vivía en el paraíso exento de enfermedad y dispensado de la muerte. Si hubiera conservado la inocencia de ese estado, habría ignorado la pasión, al punto tal que en el acto generador, no habría experimentado más placer que tocando una piedra con la mano. Hubiera engendrado una raza santa y pura. Pero sobrevino el pecado, de donde procede todo el mal para la humanidad entera, que sufre así la condición de Adán, genitor primordial, según nos cuenta San Agustín, en La ciudad de Dios. Por lo tanto consumado el crimen, los padres de la humanidad conocieron la vergüenza de verse desnudos. Consecuencia inmediata del pecado-: los órganos genitales fue­ron corrompidos para siempre, transformados ahora en la sede del placer.
“Desde que el hombre ha pecado, le corresponde en suerte, según la justicia de Dios, la corrupción, pena del pecado; en ello puede sentir el goce, que se encuentra fundado en las partes genitales de los padres. Por eso también se ha escrito de los primeros padres: después que hubieran pecado: “sus ojos se abrieron, desde entonces supieron de su desnudez; no es que hubieran sido creados ciegos, sino que después del pecado, la ley del pecado descendió a las partes genitales (post peccatum lex peccati in genitalia descendit).Esta ley, creo, se ha encontrado fundada en ese miembro más bien que en otro, pues de éste deciende la generación universal. Todos los hombres se han desprendido de una raíz mala, del mismo modo en virtud de la pena del pecado original, cada ser humano a su vez siente el pecado origi­nal”                                                                           
Nos dice Santo Tomás:
“Siendo concebidos en la concuspiscencia, todos sin exepción por el cuerpo recibimos ese pecado, mientras que no contraemos los otros pecados de nuestros ascendientes (robos, homoci­dios, otros)...” agrega ...”Si, a pesar de lo imposible, un hombre fuera engendrado no del semen sino de otra parte del cuerpo, un dedo por ejemplo, ese hombre no contraería el pecado de los primeros padres. Igualmente si Eva hubiese cometido sola la falta en los tiempos paradisíacos, los descendientes no habrían contraido el pecedo origi­nal, al no haber sido corrompido el semen viril” (In II Senten­tia­rum,Distinción 31, cuestión 1, art.2).                               
Lo importante a mencionar en relación a la cuestión arriba mencionada es que lo que preocupa fundamentalmente a nuestros teológos es el deseo sexual, y por lo tanto lo que intentarán será lograr su desvío, a través del dispositivo institucional. Porque este deseo pone en evidencia lo que ellos tratan de negar: los dos sexos. Es decir la sexología canónica es profunda­mente unitaria. El problema es la diferencia.
“A mi me gustan los eunucos de otra clase, castrados no por la fatalidad sino por su voluntad. Acojo con gozo en mi seno a los que ellos se han castrado a causa del reino celestial y por mi honor no han querido ser aquello que han nacido.” “ Los padres de Cristo han merecido ser llamados esposos, no sólo la madre sino también el padre, matrimonio de espíri­tu, no de carne... Los tres bienes del matrimonio: la descendencia, la fe y el sacramento se encuentran allí. Unicamente ha faltado el lecho nupcial pues éste no podía mantenerse en una carne de pecado sin el vergonzoso deseo de amor; ahora bien, aquel que debía estar sin pecado quizo ser concebido fuera de semejante deseo”.

Estas citas de Graciano nos presentan una rica correlación: la madre-esposa inviolada, el castrado oblativo son representaciones que podemos leerlas en el sentido de que la virginidad viene a abolir la desgracia de la dife­rencia y a restituir el orden, el principio de ser lo Uno.   
Otra cita de Graciano:
“La imagen de Dios está en el hombre, para que sea el único del que povienen todos los otros. Ha recibido de Dios el poder, como si fuera su vicario, pues tiene la imagen del Dios único; por esto la mujer no ha sido hecha a imagen de Dios.”
Estas citas que tratan de restituir lo Uno, en el terreno de la teología, se confronta con un mundo terrenal que les dice y le muestra que los sexos son dos, por eso dice Graciano:
“El hombre, al ser la imagen y la gloria de Dios, no tiene que taparse la cabeza; la mujer, por el contrario, lleva velo pues no es ni la gloria ni la imagen de Dios”.
Claro cómo puede la mujer ser la imagen de un Dios portador del falo, de un Dios-macho. En función de esta diferencia el Derecho Canónico abre su principal tratado del miedo instaurando su vasto reglamenta­rismo del matrimonio.
Los enunciados del derecho, expandidos en versiones populares dicen más o menos esto:
“Veréis la cosas terribles que os sucederán si seguís la inclinación de vuestros deseos; si hacéis lo que la Ley prohíbe y si no os acusaís de ser culpables ante el confesor, no podremos hacer nada por vostros”. Figura clave: la del confesor. 

Entonces por un lado tenemos Derecho, que conforma una simbólica a nivel del clero que tiene por objetivo sostener la Unidad del Dios Uno, para esto los teólogos y los glosistas se esmeraron interpretando textos y confeccionando argumentos. En los concilios, las autoridades de la Iglesia trataban de reglamentar la vida de los sujetos para que se adecuen, via el temor a Dios, y el amor de Dios, a un sistema de vida ( confesión, arrepentimiento, penitencia, prescriciones sexuales) que no contradijera los Libros Sagrados. Sin embargo la vida y el pensamiento avanzan y fue así como Giordano Bruno, el monje, encon­tró la hoguera por sus postulados acerca del universo, el infini­to y otros temas que cuestionaban este Dios-Uno, lo mismo podemos decir de Galileo Galilei. Que no terminó en la hoguera no porque se hubiera arrepentido, sino porque la muerte de Bruno, cercana en el tiempo había generado un conflicto político en la Iglesia demasiado importan­te como para repetirlo con Galileo. En el mundo laico las mayores consecuencias las sufrieron sin dudas las mujeres. ¿Tienen alma las mujeres? se preguntaban en el primer milenio. Tan grande fue la revolución cultural que produjo el cristianismo en Occidente que nada, quedo fuera de él.  Ni la mujer, ni el cuerpo. El gran vuelco que dio la vida cotidiana de los hombres en las ciudades, donde se suprime el teatro, el circo, el estadio y las termas, espacios de sociabilidad y cultura que con diversos títulos exaltan o utilizan el cuerpo, representa la derrota doctri­naria de lo corporal. La encarnación es la humillación de Dios. El cuerpo es la prisión del alma y esta es la definición no una imagen.                     
El horror del cuerpo culmina en sus aspectos sexuales. La abomi­nación del cuerpo y del sexo llega al colmo en el cuerpo femenino. Desde Eva a la hechice­ra de finales de la Edad Media, el cuerpo de la mujer es el lugar elegido por el diablo. Al igual que los períodos litúrgicos que entrañan una prohibición sexual (cuaresma, vigilia y fiestas de guardar), el período del flujo menstrual es objeto de tabú:
los leprosos son los hijos de los esposos que han mantenido relaciones sexuales durante la menstruación de la mujer.                                    
Ahora bien después de todo lo dicho uds. se preguntaran, quizas, cómo ubicar el aborto dentro del pensamiento de la Iglesia Católica.           Pues bien mi propuesta es que no se puede pensar la problemática del aborto por fuera de lo que hasta ahora vine diciendo. Es decir por fuera de la problemática de la diferencia, el deseo sexual, y la mujer. Si la mujer, recipiente del marido según la expresión paulina, o la sometida pura, convertida en el cuerpo del hombre como repetían los juristas de la Escolástica. O la que no tiene alma es tan solo un cuerpo necesario para vehiculizar a ese producto, no del acto sexual, aunque sea inevitable, sino de Dios, porque la concepción es divina, aunque sea contra la voluntad de la mujer, es decir via violación.         
Aquí entra la problemática de la vida, la sacralidad de la vida. La divinidad de la concepción. No voy a entrar en las disquisi­ciones sobre cuando el alma entra en el cuerpo. Pero que sea desde la concep­ción misma fue una respuesta, política de la igle­sia, a los avances de la ciencia. La pildora fue un duro golpe a la idea de que “a los hijos los manda Dios”.  En definitiva creo que tenemos elementos como para pensar cuáles son los lugares donde hoy se mantienen todas estas creencias que tan solidamente se articularon durante la Edad Media.

LIC. CLAUDIO R. BOYE